Hay un sonido de ventilación constante, un castañeteo de platos y cucharillas, un rumor de -como poco- tres conversaciones, sillas de plástico y camareros con calzado cómodo de la marca Skechers. Mesas con vinilos al ácido y un niño que mastica los churros con la boca abierta. Un moño despeinado. Un señor con moreno de Torrevieja hablando de cosas de empresas de chichinabo. Estoy en la cafetería del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (con todas esas mayúsculas y ese guion intercalado) haciendo tiempo para ver la exposición de Lucian Freud. Haciendo tiempo porque ahora a los museos no entras cuando te viene en gana, vas con cita, como cuando vas al dermatólogo a mirarte los lunares. Se ha convertido en un proceso burocrático, en un huequito en la agenda. El niño de los churros ahora hace
"Nos empeñamos en querer ser uno mismo cuando es estupendo ser uno más", en esto pensaba yo el otro día.