Con el calor que hemos pasado, este aire fresco y esta sudadera desteñida se sienten como un abrazo. El entretiempo además trae el único armario donde me siento cómoda: ese que enseña, pero no tanto, ese donde muestras pero sobre todo te escondes. A la vez, el otoño es también un abrazo de despedida: dices adiós -una vez más- a otro verano invencible que aún no sabes si se convertirá en inolvidable.
📚 Las palabras
Una de las cosas que se me pegaron de la Rufi durante el tiempo que pude disfrutar de ser su aprendiz y empleada fue su admiración por las Greguerías. Esas que están en el sustrato donde ella planta sus molarías. De entre todas las greguerías que la cabrona se sabe de memoria hay una que se me aparece con frecuencia.
Envejecemos, sobre todo los domingos.
Ramón Gómez de la Serna
Un domingo de otoño es, por tanto, un caramelo de miel. Un recuerdo de infancia, pero con sabor a alguien que ya no está. Es alegre y a la vez desolador. En otoño se ponen amarillos hasta los ojos verdes. En otoño todo pende de una rama mustia. En otoño los comodines tienen forma de paraguas. El otoño es la tarde del año. El ocaso de las estaciones. En otoño dejo de sudar pero empiezo a llorar. En otoño, justo hace tres años, se me hizo invierno de golpe.
Creo que estoy enganchada a las greguerías. A los aforismos. A las palabras y expresiones como cuchillos, guadañas, dardos. Eso, eso ¡dardos! Palabras como dardos que den siempre en la puñetera diana y me permitan describir con una coherencia cortante todo lo que pienso o siento. Y tal vez sea posible ¿no? Seguramente a fuerza de tirar y peinar canas una acaba dando en el centro absoluto. El dulce fruto de la práctica. O sencillamente una se acerca a la diana y clava con precisión el artefacto sin necesidad de ningún aspaviento deportivo. Mientras tanto, formo parte de una federación de jugadores bastante mediocres que tienen la pared de su club de mala muerte llena de agujeritos y pintura desconchada.
🖼️Las imágenes
Foto: Agencia EFE
Está claro que esta es una de las imágenes de la semana. Tal vez no sea una imagen perteneciente a mi mundo particular, pero me ha llegado por tantas vías que no puedo hacer como que no he sacado alguna conclusión. Yo siempre saco conclusiones, soy una pesada profesional. Y sí, claro que es precioso llorar la marcha del camarada, compadre, competidor, amigo. Claro que es maravilloso ver a dos seres humanos llorar porque llorar aún tiene algo de puro, prohibido y revolucionario. Aunque los Youtubers pidan disculpas con sudaderas grises y lágrimas de cocodrilo aún queda fe en el llanto.
Pero ¿por qué lloran? No creo que se pueda llorar por un solo motivo. Cada cosa que se nos rompe por dentro está tejida con una marabunta de recuerdos. Una despedida siempre tiene detrás todas las despedidas anteriores y por delante, todas las futuras. Efectivamente, se va Federer y, con él, algo de Nadal. Y es que yo creo que también lloran porque de alguna manera saben que cuando vas sumando despedidas, te acercas a la despedida final. Hay en todo cierre de ciclo, en todo rito de paso y en todo banquete memorable algo de muerte. Y eso es lo bonito: la inmanencia de todo.
🔔 Los sonidos
Hace muchísimos años vi a este tipo, Charlemagne Palestine, en la sala de columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid. A parte del innegable interés que me suscitaba y suscita uno de los pioneros de la música minimalista, sucedieron dos cosas en aquella cita que no olvidaré jamás.
Cuando el Palestine salió a escena lo primero que hizo fue quejarse. Bravo. Ahí se ganó toda mi atención y admiración. El tío tenía un cabreo pantagruélico, un cabreo de los buenos y, además, con toda la razón. Charlemagne no pudo soportar que hubieran montado sobre el suelo un falso escenario de madera donde se situaban él y el piano. Le pareció un atentado contra la sonoridad del piano y, sobre todo, de la sala. Una sala de mármol preciosa con una acústica perfecta acababa de ser jodida por un tic decimonónico de elevar a los artistas a no se sabe muy bien qué. El hombre en cuestión hasta se dedicó a dar vueltas como un energúmeno alrededor de la sala pegando alaridos para dar fe del tema de la sonoridad. Aún más fan desde entonces.
Pero por si esto fuera poco hubo una dosis más de esa soberbia histérica que le caracteriza: dijo que el concierto duraría hasta que rompiese el piano o acabase exhausto. Qué puedo decir. Cómo iba a olvidar algo así. Es mejor que no siga escribiendo. No se puede decir absolutamente ni una palabra más.
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Qué envidia de definición la de los domingos de otoño